La casa de mamá
El proceso psíquico es el resultado de un conflicto entre la demanda instintiva y la frustración proveniente del exterior; a partir de éste conflicto se desarrolla, solo en forma secundaria, un conflicto interior entre el deseo y la autonegación.
W. Reich. “El análisis del carácter”.
“Papá murió,” eso fue todo. Y el telegrama bastó para desbarajustar por completo ese preciado orden que era mi rutina. El negocio, Marta, los chicos, todas esas pequeñas cosas que eran las excusas de mi cordura.
Ahora papá había muerto y todo era distinto. Debía tomar el tren y regresar.
Después de cinco años, tocar el timbre en la que había sido mi casa resultaba extraño. El tren se había retrasado y ya estaba oscureciendo. Eugenia me abrió la puerta como a un desconocido, y con la mirada llena de lágrimas me llevó hasta el comedor.
Mamá tomaba sopa en la cabecera de la mesa. Casi no levantó la vista. Luisa y Carla me saludaron con una inclinación de cabeza; sin la más mínima demostración de alegría o descontento. Eugenia volvió a ocupar su lugar y siguió tomando su sopa.
– Lo enterramos ayer – dijo mamá, sin dejar de sorber ese líquido amarillento.
– Vine en cuanto pude – dije, desconcertado.
– ¿Viniste solo?
– Marta tenía que ocuparse de los chicos…
Permanecí de pié, aferrado a mi bolso de viaje. Mis tres hermanas tomaban la sopa con aplicación. El comedor se conservaba como siempre. A lo mejor había un poco más de polvo, a lo mejor un poco más de silencio; pero en el fondo era lo mismo.
– Llevá a tu hermano a su habitación – dijo mamá sin levantar la vista y Eugenia se puso de pie de un salto. Me condujo a lo largo de la galería como si yo no conociera la casa. Cuando llegamos a la habitación me miró a los ojos y sonrió aliviada.
– ¡Viniste Carlos! – dijo, al borde de las lágrimas. – ¡Viniste!
– ¿Por qué no iba a venir? – le dije y solo entonces comprendí cuanto la había extrañado.
– Mamá decía que no ibas a venir… Todo el tiempo decía que no ibas a venir. Pero viniste, Carlos – dijo y me abrazó con fuerza. – Todo el tiempo te estuve esperando.
La abracé y la besé en la frente.
– Está bien – dijo ella, apartándose bruscamente. – Ahora tenés que venir a comer.
– Voy a prepararte algo. Lavate un poco y apurate.
Desapareció por el pasillo y algo de su perfume se quedó en la habitación como adherido a las cosas.
Cuando llegué al comedor mamá, Luisa y Carla ya no estaban. La mesa había sido limpiada cuidadosamente y solo había dos platos dispuestos para la cena. Eugenia apareció con una botella de vino y terminó de acomodar todo. Comí en silencio. Me había preparado un sándwich con tomates, huevos, jamón y queso. Ella continuó con su sopa como una niña aplicada y de vez en cuando levantó la vista y me sonrió como una niña. Me di cuenta de que era hermosa. Yo la recordaba como una adolescente maltrecha y desgarbada pero se había convertido en toda una mujer.
Después de media hora mamá trajo café.
– Las chicas ya te ha preparado la cama. Me imagino que sabrás que ésta sigue siendo tu casa – dijo casi como una amenaza y luego se perdió por el pasillo.
Cuando terminamos de comer Eugenia empezó a levantar todo.
– Debés estar cansado. Si querés andá a acostarte. Yo termino de arreglar.
– Está bien – dije, no muy convencido.
Ella me tomó la cara con las dos manos y me besó en los labios como tantas veces lo había hecho de niña. Después se ruborizó y se fue a la cocina.
En la habitación me puse a fumar. Recién en ese momento comprendí lo ridículo de la situación. Mis hermanas había tendido mi cama y habían puesto mis cosas en los cajones. Me puse furioso. Solo pensaba quedarme un par de días. Por lo demás mi viaje resultaba completamente inútil. Papá estaba muerto y sepultado…
Luego de unos minutos Eugenia entró y cerró la puerta.
Me abrazó y lloró en mi hombro. Parecía que nunca se le iban a terminar las lágrimas. Yo la tomé de la cintura y la sostuve esperando que se le pasara. Ella permanecía en silencio, jadeaba levemente y de cuando en cuando se sonaba la nariz. De pronto sentí que su respiración se aceleraba, que todo su cuerpo se estremecía. Me abrazó con más fuerza que antes y fue entonces que sentí algo extraño; ese consabido hormigueo en la zona del pubis y me horrorizó que mi hermana hubiera despertado en mí esas sensaciones. Traté de separarla sin violencia pero ella seguía aferrada en cuerpo y alma. Respiraba con vehemencia y su aliento me envolvía como una bruma.
Era el caos. La boca de Eugenia se derramó en mi cuello como un molusco caliente y sus manos me aferraron impredecibles y esquivas como palomas. En mi mente se sucedían imágenes de mi mujer y los chicos; de mamá sirviendo el café y luego retándome como a un niño. Eugenia me desprendió la camisa y bajó lentamente en una caricia húmeda, interminable y terrible. Yo sabía lo que podía pasar si mi madre entraba en ese momento, pero mi cabeza se había hinchado como un globo y no podía pensar. Eugenia había caído de rodillas y la habitación daba vueltas a mi alrededor.
En algún momento, una grieta de cordura apareció en todo aquello. Traté de separarla pero ella me clavó las uñas. La golpeé y cayó de espaldas; completamente indefensa, abandonada y fuera de sí como una fiera herida. Me miró desde el suelo y en sus ojos había más odio que dolor. Es extraño como el deseo se parece al amor y como el miedo confunde límites que alguna vez fueron claros.
La tomé del cabello y la obligué a levantarse. La besé en los labios… en esos labios vírgenes que eran toda la miel y toda la dulzura de Eugenia. En esos labios impúdicos que ahora me besaban descaradamente.
Lo demás fue inevitable. Hicimos el amor en aquella cama desvencijada y crujiente con una pasión que ya casi había olvidado. Cuando terminamos, pensé que la conmoción se había escuchado en toda la casa. Durante largo rato permanecimos mudos entre las sábanas, sin atrevernos a decir nada…
Cuando me levanté descubrí que estábamos empapados en sangre. Eugenia se apresuró a limpiar todo. Trajo sábanas limpias de su dormitorio y se llevó las mías para lavarlas. Todo esto en el más absoluto silencio. Hablando en susurros y caminando de puntillas.
Cuando se iba a ir la tomé de la mano. Se había arreglado el cabello y ahora vestía un camisón celeste.
– Me gustaría que te quedaras a dormir – le dije.
– No… mejor no – dijo ella y se perdió en la oscuridad.
Me acosté sin sueño. Estuve largo rato dando vueltas en la cama y cada pensamiento me traía a Eugenia. A medianoche me levanté y me fui a buscar su dormitorio. A lo mejor había perdido el juicio pero a lo mejor también había algo de lógica en todo eso. Me llevé el despertador. Pensé en dormir con ella, luego levantarme temprano y volver a mi habitación sin que nadie se enterara.
Caminé lentamente en la oscuridad. Mis manos iban reconociendo los cuadros de la pared… la chimenea de mármol. Doblé por el pasillo hasta que encontré una puerta. Por debajo se veía una luz tenue como de velas encendidas. Tomé el picaporte y abrí lentamente… muy lentamente.
Solo entonces comprendí mi error: era el cuarto de Carla. Estaba completamente desnuda, arrodillada frente a la imagen de un santo. Me miraba con una mezcla de admiración y asco pero no atinaba a moverse. Tenía el cabello suelto, pero nada podía agregar belleza en aquél cuerpo amarillento, cohibido bajo tantos años de faldas y rosarios y penitencias. Era la única de la familia que había confiado en la religión. Por un segundo la admiré; hasta que empezó a gritar.
– ¡Me quiere violar! ¡Me quiere violar! – gritaba con la voz estrangulada por el pánico.
– Carla, por favor – traté de calmarla pero era inútil. Gritaba como poseída.
Se había subido a la cama y saltaba abriendo y cerrando las piernas de una forma muy extraña.
– ¡Me quiere violar! ¡Me quiere violar!
Pensé que había cierto placer en el pánico de Carla. La forma como se cubría el sexo y se tocaba los senos… Me decidí a bajarla de la cama pero ya era tarde. Escuché pasos y voces que se extendían por toda la casa.
Cuando mamá apareció en el marco de la puerta, yo estaba de pie en medio de la habitación con los brazos extendidos. Rápidamente mamá se abalanzó sobre Carla; le dio un buen golpe en la nuca y la metió entre las sábanas. Luego me dirigió una mirada fulminante. Miró mi pijama a rayas; miró el despertador que sostenía como una especie de ofrenda. Sentí ganas de llorar.
– Estaba buscando el baño – dije, en el colmo del absurdo.
Mamá se volvió hacia Carla:
– ¿Cuántas veces te lo he dicho? ¡¿Cuántas veces?! – le gritó. Luego desapareció por el pasillo.
Luisa y Eugenia permanecían en la puerta. Eugenia bajó la vista y se fue a dormir. Me hubiera gustado seguirla y explicarle todo, pero Luisa no me quitaba los ojos de encima.
– Que lata con Carla – dijo por fin; cerró la puerta y me miró a los ojos. – Yo estoy desvelada. ¿No querés tomar un café o algo?
Yo estaba paralizado. Si antes había tenido miedo de mamá, ahora lo tenía de la casa toda. Era como si las paredes hubieran comenzado a respirar.
– Pero mamá se puede despertar – dije en un susurro.
– Mamá duerme del otro lado de la casa y la cocina es tan pequeña – sonrió Luisa. Podemos gritar tranquilos que nadie nos va a escuchar.
– Está bien – dije sin convicción y la seguí.
Luisa era tres años mayor que yo pero los años le habían sentado bien. Unas pequeñas arrugas comenzaban a dibujarse cerca de sus ojos pero esto la hacía más atractiva. Cuando llegamos a la cocina miró de frente y sus ojos brillaron de una forma extraña.
– Nunca nos llevamos bien nosotros dos, ¿no?
– Siempre tuvimos nuestras diferencias – concedí.
Se inclinó para encender un cigarrillo en la hornalla. Su cuerpo no había perdido gracia. Un diminuto slip se traslucía bajo su camisón. Sus piernas eran largas y firmes y el verla descalza sobre las baldosas heladas me produjo escalofríos.
– ¿Cómo has andado? – dijo, en tanto ponía la pava en el fuego.
– ¿Qué querés que te diga? Bien… dentro de todo bien.
– ¿Sos feliz? – preguntó, muy seria.
La pregunta me golpeó en pleno rostro y no pude hacer otra cosa que ser sincero.
– Mirá Luisa… yo no creo en absolutos. He tenido momentos buenos… he tenido de los malos. Tengo dos chicos geniales. Marta se encarga de todo… el negocio va bien. ¿Qué más puedo pedir?
Un bretel de su camisón resbaló y dejó el hombro desnudo. Ella no le prestó atención y siguió hablando:
– La hiciste buena vos, ¿no?
– ¿Yo? ¿Por qué?
– No pongás cara de inocente – dijo, divertida. – En menos de un mes casarte y rajarte con la escusa del matrimonio.
La pava daba un chiflidito tenue que rellenó el silencio entre nosotros.
Luisa se volvió y sacó un par de tazas del armario.
– ¿Querés té o café?
– Dame té – dije, aprovechando para mirarle la espalda, el pelo… Realmente era mucho más bella de lo que yo la recordaba. Pensé en mi adolescencia, en esas tarde de verano en que ella se echaba a tomar sol en el patio… en las veces que la había espiado en el baño.
– ¿Y vos qué has hecho? – pregunté, tratando de apartarla de mis pensamientos.
– De todo un poco – dijo, poniendo las tazas en la mesa. – Ya me ves. Estuve en algunas escuelas rurales… Después conseguí puntaje y ahora estoy en una escuela de acá cerca. No ha sido nada muy movido.
Me quedé viendo sus ojos. Esa extraña manera de mirar la azucarera y sonreír.
– ¿Has tenido algún pretendiente?
Luisa hizo una mueca:
– ¿Sabés una cosa? – dijo, pensativa. – Creo que todo este tiempo te he admirado.
Me quedé pasmado. Siempre me había sentido inferior con respecto a Luisa y muchas veces pensé que ella había sido una de las causas de mi partida.
– Vos fuiste el único que encontró el momento adecuado para salir de acá.
Probé el té. Me sentí cansado.
– Estás mucho más lindo que cuando te fuiste – dijo ella, sin dejar de sonreír. – Cuando te fuiste eras un pendejo, un pendejo pintón, pero los años no pasan en vano. Esas canas por ahí te hacen muy interesante.
– Me estás macaneando.
– No, para nada – continuó ella. – Es increíble, pero los hombres después de los treinta empiezan a mejorar. En cambio nosotras…
Advertí algo de tristeza en su rostro.
– ¿Ustedes qué?
– No es lo mismo… ¿Has visto a Eugenia? – preguntó, como para cambiar de tema. – Se ha puesto lindísima.
Sentí que me sonrojaba. Luisa siguió hablando pero yo no podía escucharla.
Terminé de tomar mi té.
– Mamá no quiere que estudie, pero yo la voy a meter de cabeza en la facultad – terminó de decir Luisa. – ¿Has hablado con ella?
– Me dijo que no había recibido mis cartas.
– Nos llevamos muy bien – dijo ella, jugando con la cucharita.
De pronto hubo un silencio más difícil que los anteriores. Luisa se había puesto seria y no quitaba los ojos de sus manos.
– ¿Sabes algo, Carlos? – dijo por fin. – Creo que vos siempre me gustaste… quiero decir que es algo natural. Pero hubo una época en que te espiaba; una época en que me obsesionaba que durmieras en la otra habitación, que te bañaras en el mismo baño. Y muchas noches fantaseaba con vos…
No supe qué decir. Ella se puso de pie y empezó a levantar las tazas y a limpiar la mesa, pero yo sabía que era para terminar con el tema.
– Yo también te espié muchas veces – dije.
Ella se volvió lentamente, se liberó de un bretel y el camisón cayó hasta el suelo. Extendió una mano y un ejército de hormigas invadió mi cuerpo. Hicimos el amor en la cocina.
A la mañana siguiente mamá me despertó a las siete para el desayuno. La mesa del comedor estaba preparada como la de un hotel de cinco estrellas.
Todo transcurrió en silencio. Traté de no mirar a Luisa o a Eugenia; pero ellas se las ingeniaban para tocarme los pies o las rodillas por debajo de la mesa. Tuve la sensación de que todo había sido una conspiración de las dos. Hasta Carla parecía estar al tanto de todo.
Cuando terminamos el desayuno, mamá me señaló un portafolios negro sobre la chimenea:
– Es tiempo que te ocupes de las cosas de tu padre – me dijo. – El estudio no puede quedar solo y la casa tampoco.
Después de eso se retiró y no volví a verla hasta la noche. No sé por qué, pero durante todo ese tiempo tuve la insoportable sensación de estar encerrado, de que no podía respirar adentro de esa casa.
A lo mejor fue una cobardía. A lo mejor fue repetir la cobardía de cinco años atrás o a lo mejor fue un terrible acto de valor; pero esa noche, después de la cena, preparé mis cosas y me escapé. La puerta del frente estaba con llave así que tuve que saltar por la pared del fondo. Fueron las horas más terribles de mi vida.
Solamente ahora empiezo a dudar de mi decisión. Solo ahora puedo darme cuenta del escaso margen que separa la lucidez de la locura.
Solo ahora, después de tres años, puedo sentarme en mi escritorio y meditar el asunto. Esta mañana llegó un telegrama:
Mamá murió. Eso fue todo.
Este cuento es parte de una colección, “Cuentos de amor, de locura y de olvido” que pueden encontrar como edición digital en: http://www.amazon.com/dp/B0045Y25Z0