Los principios de la zozobra

He estado encerrado por más de veinte días a causa de la pandemia. Debo admitir que no ha sido tan complicado. Quiero decir, soy algo introvertido y siempre he preferido la vida interior. A lo mejor esto tuvo algo que ver a la hora de aclimatarse. 

Al principio hubo una atenuación de lo cotidiano, un soponcio a media asta que propició las siestas y las trasnochadas. Luego llegaron las noches de insomnio y las alucinaciones. Murciélagos afrontados invadieron el cuarto en la mitad de la noche y organizaron desmadre. Tuve sueños muy parecidos a la realidad. Hubo escenas crepusculares y colores saturados. Apareció gente que hace años que no veo y que probablemente no vuelva a ver. 

La introspección fue otro de los efectos colaterales del encierro. Cosas que yo creía haber olvidado hace tiempo de repente surgieron como de la nada. Recordé las tres leyes del movimiento planetario de Kepler. Recordé un curso de epistemología que tomé hace años en el teatro Las Sillas. No sé por qué me inscribí, probablemente fue un error de cálculo. La cosa es que completé las clases y al final terminé con un certificado de asistencia y la sensación de no haber entendido gran cosa. 

Aparentemente, la epistemología es la ciencia que estudia los principios, fundamentos, alcances y métodos del conocimiento humano. Es decir: ¿hasta qué punto estamos seguros de que sabemos lo que sabemos? En una de las charlas, el profesor nos explicó que «aprehender algo» es el proceso de subsumir lo desconocido dentro de lo conocido. De esto se desprende que mientras más vasta sea la ignorancia de un tío, más difícil será crear un marco de referencia para explicarle algo nuevo. Por ejemplo, cuando tratamos de explicarle a un niño el concepto del «embarazo», normalmente caemos en la tentación de usar la historia de la semilla. El padre, que de pronto se siente invadido por un amor muy grande, le entrega una semilla a la madre… quien la cuidará por nueve meses y etcétera. Eso está muy bien, pero ¿qué pasa cuando el niño es muy pequeño y no tiene noción de qué es una semilla? Aquí es donde la historia se complica. 

Recuerdo claramente el ejemplo del profesor porque cuando mi abuela quedó embarazada yo estaba bastante pequeño y por aquella época mi único marco de referencia era la historia de la Caperucita Roja. ¡Nada menos! Una historia donde un grupo de cazadores le abren la panza a un lobo disfrazado de abuela. No será difícil entender mi suspicacia ante el estómago creciente de mi abuela. Tampoco ayudó cuando trataron de explicarme que «la abuela le iba a dar un hermanito a mi madre». Según yo, mi madre ya tenía un hermano: mi tío Joaquín, quien por cierto era un señor bastante mayor. En mi mente subdesarrollada nunca existió la posibilidad de que el hermanito pudiera ser un bebé. Yo estaba convencido de que alguien completamente formado (alguien muy parecido a mi tío Joaquín) iba a brotar del estómago de la abuela. 

Esto me ocasionó pesadillas graves con las que todavía debo lidiar de cuando en cuando. 

Pero volviendo al tema: ahora mismo, en medio de la pandemia, el único marco de referencia que tengo para tratar explicar o entender lo que está pasando es un libro de Camus, el Apocalipsis de San Juan y la serie de televisión de Los muertos vivientes. 

En el libro de Camus lo primero que aparece son las ratas. Cientos de ratas enfermas salen a morir en las calles. Son muertes teatrales, sangrientas y a la vista de todo el mundo. Aquí en Long Island, todavía no hemos llegado a ese extremo. Aquí el horror mayormente proviene de Facebook y de un mapa interactivo que publica el New York Times. Algo que muestra en tiempo real el progreso de la pandemia. Las ciudades con casos confirmados tienen puntos rojos. El tamaño de cada punto es proporcional a la cantidad de casos. 

Al principio el mapa parecía una tomada de pelo, una caricatura del mapa de los Estados Unidos con viruela. Con los días, los puntos fueron creciendo y ahora Nueva York es una yuxtaposición de manchas que han crecido fuera de control. A tal punto se ha expandido esto que el mapa ya no transmite información, es caos visual que solo contribuye al delirio y la paranoia. En la pantalla ya no se distingue la isla de Manhattan… Long Island ha desaparecido. Pedazos de Connecticut y New Jersey han sido arrasados bajo esta mancha sangrienta. 

Pero sin embargo aquí estamos. Hemos sobrevivido bajo esta nube de estadísticas. Ratas monologantes que tratan de explicar los primeros días de la pandemia y las noticias no ayudan. Los periódicos publican fotos de calles vacías. Times Square, Columbus Circle, Grand Central Station. There’s nobody there! 

No debería disfrutar tanto de esto, pero los días empiezan a ser largos. 

Al parecer, la imaginación juega un papel muy importante cuando tratamos de explicar lo desconocido. El curso de epistemología tenía una sección dedicada al «conocimiento científico» que hablaba especialmente de la imaginación como «herramienta» para explicar un fenómeno. 

Y aquí el problema no es la falta de imaginación, lo contrario es más bien el problema. Por ejemplo: hace un par de días me despierto en la mitad de la noche sudando como un beduino. «Es la peste», pienso y no tengo duda. ¿Qué otra explicación pude haber? También tengo palpitaciones y dolor de cabeza. Todo esto por separado no significa mucho, pero en este contexto estoy seguro de que es síntoma de algo más grave. La fiebre es el comienzo de la peste, de eso no hay duda. Eso es lo que he escuchado en la radio y en un grupo del Facebook. Pérdida del olfato. Tos seca. Escalofríos. Dificultad al respirar. 

Y todo esto concuerda (más o menos) con lo que siento… 

Después me doy cuenta de que la calefacción se ha disparado. Alguien dejó una ventana abierta y ahora tenemos ochenta grados a la sombra. La frazada rellena de gansos muertos también ha contribuido. Me pongo el reloj inteligente para que me mida las pulsaciones. Sé que no tiene sentido, pero el mundo está lleno de sinsentido y al final siempre habrá que hacer algo para rellenar el vacío. Si me está dando un infarto no tendré tiempo de reaccionar. Veré la luz del otro lado y ya no será tan importante marcar el nueve once. Probablemente la «luz» será San Gabriel haciendo señas desde el otro lado. 

Son las cuatro de la mañana. El reloj inteligente también marca la hora, entre otras cosas. El estado del tiempo, la bolsa de valores, mensajes recientes… cualquier cosa que sirva para desviar la atención de las pulsaciones que no han bajado de 140. Me levanto y doy una vuelta por la casa. Voy al baño. Me asomo a la ventana de la sala. La calle está vacía. No sé por qué espero ver gente caminando en círculos. Gente común y corriente, con guantes y mascarillas, bajo un semáforo que parpadea en amarillo. 

Otro ejemplo: encuentro una historia en red. Una pareja de jubilados que fueron a sacar dinero de un cajero automático y tomaron todas las precauciones posibles. Saben que el cajero automático es un caldo de cultivo así que se han puesto máscaras y guantes y han conservado la distancia social recomendada. Pero el marido se descuida un par de minutos y cuando quiere acordar la señora está de rodillas chupando las teclas y la pantalla del cajero. Al principio el señor no entendió lo que pasaba. Después reaccionó tuvo que arrastrar a su mujer hasta el parqueadero. Había gente esperando y hubo fotos de la señora. El incidente apareció en Instagram y en menos de cinco minutos le dio la vuelta al mundo. 

El meme concomitante tuvo connotaciones eróticas. 

¿Qué estaba pensando esta mujer? ¿Qué la llevó a lanzarse así? 

La lógica es otra víctima de la cuarentena. Se me está acabando el agua y no quiero ir hasta el supermercado. Estoy racionando un par de botellas hasta el fin de semana. El cerebro es un noventa por ciento de agua donde flotan unas cuantas neuronas. De vez en cuando habrá contacto y el resultado será la ira, la taquicardia, el pánico, o la idea marginalmente inspirada. Cuando uno se deshidrata, lo primero que se deteriora son las ideas. Aparecen silogismos truncados. Las ideas conectan fuera de secuencia y los argumentos son poco conclusivos. Después vienen las alucinaciones y el problema con las alucinaciones es que para uno son auténticas. No hay forma de diferenciar el delirio de la realidad. Y si a esto le sumamos que esta realidad de por sí ya está algo fuera de foco… no es raro que alguien termine asaltando las teclas de un cajero automático. 

Una frase de Jung: El hombre que no percibe el drama de su propio fin está muy cerca de la patología. 

Otro ejemplo, al principio —cuando el mapa interactivo solo tenía un puñado de puntos significativos— hubo un par de incidentes que me parecieron extraños. Cosas que no estaban completamente fuera del espectro de la normalidad, pero que tampoco conformaban. Un día iba para la oficina y me topé con un carro abandonado en el medio de la calle. Tenía la puerta abierta y la radio encendida. Había una taza de café entre los asientos y eso era todo. 

La gente ha empezado a abandonar choches en las esquinas, pensé. 

Un par de días después (las calles empezaban a estar vacías) en el carril opuesto vi a un tío empujando un carrito de supermercado. Iba casi por el medio de la calle y miraba el suelo como buscando algo. Tuve que frenar para asegurarme de que no era otra alucinación. En el carrito llevaba latas vacías. Botellas de plástico, frascos, cartones de leche… A este tío ya no le importa nada, pensé. Porque había algo en su expresión, en la forma como miraba el suelo y empujaba el carro, metódico, pero a la vez sin rumbo. 

Este tipo de cosas no se las puedo contar a mi madre. La pobre no carece de imaginación y se da cuerda con lo más mínimo. Para ella toda cosa es signo de otra cosa y muy pronto aparecen las señales del fin del mundo. 

El tercer incidente sí fue más grave, o fue signo de otra cosa más grave, como diría mi abuela. Un par de tíos llegan a la oficina y empiezan a hablar del virus y de la peste. 

— ¿Y dónde están los muertos? — pregunta uno de ellos. — Porque yo no he visto ningún muerto. 

La pregunta queda flotando ahí, como un estornudo en medio de la línea del banco. 

— ¿Dónde están los muertos? — repite el tío y procede a explicarnos que todo esto: el virus, la curva, la cuarentena, la distancia social… todo es una patraña, una maniobra del gobierno que usa el «miedo» para controlar a las masas. 

Por medio segundo estoy tentado a involucrarme en la conversación… pero después se me ocurre que no vale la pena. Este tío vive conectado al Facebook. No deja de mirar su celular cada tres segundos. Luego habla en bloques entrecortados, como si estuviera leyendo un libreto que no se ha aprendido por completo. Se toma un selfie. Ve una notificación o contesta un mensaje de texto. Es como que la realidad interfiere con su existencia virtual y solo la soporta porque no le queda otra. 

Este tío ya no está aquí, pienso. Es una proyección, un vestigio de lo que fue. Su realidad es otra. Él ahora existe en línea, es un perfil del Facebook o del Instagram… ahí, todas sus fotos llevan un filtro dorado y todas sus opiniones son compartidas por un grupo que el algoritmo ha seleccionado para él. Sus amigos ya no son «sus amigos», son los elegidos del algoritmo, un grupo virtual donde todos piensan lo mismo. Este tío vive en un mundo lleno de historias que conspiran en su contra… y los que no están de acuerdo simplemente son bloqueados o reasignados a otro grupo. 

Precisamente para esto sirve la epistemología, pienso. Para encontrar los límites entre el conocimiento y las pendejadas que este tío postula. 

Para esas alturas, el mapa interactivo ya estaba cubierto de punta a punta. Al mediodía, un auto de policía se parqueó frente al supermercado y conectó un altavoz. «Por favor, permanezcan en sus casas, decía el mensaje. Por orden ejecutiva del Estado de Nueva York, los negocios no-esenciales deben permanecer cerrados. Por favor, permanezcan en sus casas…» La voz iba y venía con el viento. «Por orden ejecutiva del condado…» 

Era una grabación en español. Una voz calmada, neutra, enervante. 

Éste es el principio del final, pensé. 

Obviamente que (a veces) el gobierno usa el miedo para impulsar ciertas agendas. Eso es una premisa válida. Pero de ahí dar el salto y decir que toda palabra que salga de la boca del gobierno… De eso a afirmar que el virus ha salido de un laboratorio no hay mucho trecho. Aquí podría hacer notar el detalle de que el virus se contagia de manera tan efectiva que es difícil que sea algo manufacturado. Aquí más bien se intuye la mano de Dios. Justicia Divina. Los cuatro jinetes. Etcétera. Sin mencionar que será difícil distinguir quién se beneficia con esta peste. Todavía no ha transcurrido un mes y las compañías aéreas empiezan a irse a la bancarrota. El precio del petróleo ha alcanzado valores negativos. Boeing ha anunciado despidos en masa. 

«Por favor, permanezcan en sus casas… ¡y permanezcan cuerdos!» 

Dos días más tarde me desperté en la mitad de la noche. No podía respirar, tosía de forma convulsiva. Estaba boca arriba y me ahogaba con mi propia flema. Me muero, pensé. Ahora sí no hay duda. No puedo respirar. La peste se ha hecho cargo de mis pulmones y me tocará rendir cuentas. ¿Rendirle cuentas a quién? Me pregunto. Si uno no cree en dios, ¿a quién le rendirá cuentas? ¿Habrá una sección laica en el purgatorio? ¿Tendrán grupos de apoyo para recibir terapia? A lo mejor todavía estoy a tiempo de llamar a la ambulancia. 

Después reaccioné, fui hasta el canasto de basura y escupí flema como un cosaco. Eso fue todo. Solo debía esputar en el canasto para seguir vivo. Respiré aliviado y le di gracias a Dios. Tampoco tengo fiebre… pensé. Abrí la ventana y respiré el aire fresco de la noche. Bocanadas de aire. Afuera el grito de los grillos parecía un eco de lo que estaba pensando: ¡Respiramos, compadre! ¡Quiere decir que estamos vivos, coño! 

Me invadió una sensación extraña. Algo casi olvidado, algo muy parecido a la euforia porque a la vez sentía ganas de cantar y también de salir corriendo… aunque muy probablemente no era euforia, exactamente. Empecé a reírme solo frente a la ventana y puede que haya llorado un poco. O a lo mejor solo fue el moco que me había sobrado luego del ataque de tos. Pensé que los grillos entendían, porque gritaron más duro desde el otro lado de la noche. Como diciendo: ¡Respiramos, coño! ¡Gracias a Dios, respiramos! 

En este párrafo iría la frase de Jung, pero ya no tengo tiempo para arreglar pendejadas. 

Me puse el reloj inteligente, pero ya no porque estuviera preocupado por las pulsaciones o por el infarto. Eran las 4:08 AM y se me ocurrió que la cifra debía significar algo. Como ya intuía el insomnio, busqué el capítulo en el libro de Juan. 

«Y los cuatro seres vivientes tenían cada uno seis alas, y alrededor y por dentro estaban llenos de ojos; y no cesaban día y noche de decir: Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es, y el que ha de venir». 

¿Qué significará todo esto? 

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5 comentarios sobre “Los principios de la zozobra

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  1. Muy bueno, Guillermo, me gustó mucho. Lo publicamos en «Cuenteros del Mundo Unidos»? De paso están abiertas las posiciones de Administrador Honorario y Moderador de esta página. Sería un gustazo tenerlo, para entretenernos y divertirnos un poco. Qué le parece? Puede empezar cuando guste.

    1. El otro día vi a un tipo que leía un libro titulado «Cómo dejar de decir la palabra culiao». Y me acordé de vos. Qué alegría leerte, Guille. Se te extraña siempre. Culiao!

      1. Yo estaba escribiendo un ensayo al el estilo de: cómo dejar de usar la palabra «pendejo» … pero veo que ya voy tarde. Un placer verte, a los años. ¡Pendejo! No te pierdas.

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