Crónicas del Arroyo – 10.5

Fantasmas

No sé por qué escribo ésta carta. Ni siquiera sé si tendré el valor de mandarla. Será una forma de absolución, solo que no sé quién será absuelto. Me turbó mi conversación con Elsa. Me molestó que tu recuerdo fuera más importante que la muerte de mi padre. Me dolió saber que te habías acostado con ella pero más me dolió saber que ella todavía tenía sentimientos por vos. Elsa me contó detalles porque tal vez esa era la única forma de liberar fantasmas. ¿Cómo voy a exorcizar los míos?

Salí tarde de la cocina y me envolvió una noche clara. Caminé bajo la luz verdosa de la luna y llegué hasta el sendero del sauce viejo. Me senté un rato sola en la oscuridad. Pensé que nada había cambiado; que de un momento a otro aparecerías por el sendero, con la misma chupalla absurda que te ponías para hacerte el gaucho y el mismo cigarrillo colgando de tus labios. ¿Cuántas veces nos encontramos así? Vos te empecinabas en llegar tarde. Te gustaba hacerme esperar, tenerme con el corazón en la boca y luego aparecer como si nada.

Esa noche no llegaste, pero llegó tu espectro. Héctor salió de las sombras y el corazón me dio vueltas. Había olvidado lo mucho que se parecían y una vez más la hacienda me enredó en un salón de espejos. ¿Cuántos fantasmas habían transitado ese sendero? Ahora se sumaba otro, tal vez el último.

– No quería asustarte… – dijo Héctor con una voz muy parecida a la tuya.

– No es nada. Salí a tomar aire, estoy un poco sofocada.

– A veces a mí también me sofoca este caserón. Parece otro desde que ustedes se fueron. Cada vez está más grande y más vacío.

Héctor se sentó a mi lado y encendió un cigarrillo. En la penumbra, era como estar hablando contigo.

– Sentí mucho lo de tu padre – dijo lentamente -. Será difícil ocupar su puesto.

– Elsa me dice que vos te has hecho cargo de muchas cosas.

– Tu padre estaba un poco cansado con tanto trajín. El trajín lo cansa a cualquiera.

Héctor miraba a lo lejos. Pensé que buscaba algo más allá del potrero pero tal vez solo hurgaba su recuerdo.

– Yo quería darte las gracias, Héctor – dije despacio.

– ¿Gracias? ¿Por qué?

– Luego del escándalo… todos me juzgaron pero vos me defendiste. Siempre recordé tu gesto. Solo quería decirte… Por mucho tiempo me sentí culpable.

– Vos no tuviste culpa de nada. Son cosas que pasan. Yo lo culpé a Joaquín por muchos años, culpé a Dios y a los potreros. Con el tiempo me di cuenta de que era inútil. Hay cosas que pasan.

– Yo era muy joven, creo que erguí castillos en el aire…

– Todos levantamos castillos y de alguna forma tenemos razón en hacerlo. Yo vivo en una nube, por ejemplo… aunque en mi caso es obvio por qué lo hago. Tengo tan poco que mostrar. A veces miro este descampado y veo cuanto se parecen a mi vida. Polvo y viento es todo lo que hay aquí. La fortuna de mi padre se dilapida. Todo lo que él consideró indispensable desaparece día a día. Me preguntó si será así cuando yo muera. Por suerte no he tenido hijos…

– No hablés así.

– ¿Por qué no? Yo no tengo nada. Ni siquiera el amor de una mujer.

– ¿Y tu esposa?

– Siempre hubo muy poco entre nosotros. Joaquín por lo menos tuvo tu amor. Siempre lo noté. Siempre vi cómo lo mirabas… habían veces que no te dabas cuenta y me mirabas con esos mismos ojos. Por mucho tiempo culpé a Joaquín. Me imagino que yo también estaba un poco enamorado de vos. Solo que yo no tuve el valor para ser correspondido.

– Es un poco tarde – dije, poniéndome en pié.

– Hace años que ya es tarde… Emiliana. Esta noche también esperabas a Joaquín. Me di cuenta, por un segundo me miraste con esos ojos.

– Tenés razón, Héctor. Siempre amé a Joaquín. ¿Es un pecado muy grande? ¿Qué puedo hacer si ahora su fantasma me persigue? ¿Qué puedo hacer si todo en este maldito lugar acarrea su recuerdo?

Sin querer empecé a llorar como una esponja. El fresco de la noche me hizo temblar.

– Vete a un convento – dijo Héctor, mirando el suelo pero pensaba en otra cosa.

– Me voy a dormir… Mañana salgo temprano.

– Sí, claro. Es mejor que te vayas, Emiliana. Aquí los recuerdos son como una bandada de cuervos. El menor disturbio y el cielo se cubre de una nube negra. A lo mejor no te convienen.

No contesté y empecé a caminar hacia la casa.

Escuché un ruido al otro lado del establo, pero a lo mejor fueron los pasos del Héctor.

Me tomó de un brazo y me hizo girar con una violencia inesperada. Me besó por la fuerza y su aliento olía a tabaco y a alcohol. Sus manos torpes me arrancaron la blusa y me acariciaron con una avidez infantil. Quise gritar pero el miedo me había paralizado la garganta. En la oscuridad, solo escuché el grito de las cigarras y mi llanto mudo. Sus manos ásperas me aferraron del cuello y no pude respirar. Luego de un rato, tal vez para no verme la cara, me hizo girar y me arrojó de boca al suelo. Sin querer probé el polvo y las piedras del sendero.

– ¿Por qué no gritás? Te haría bien gritar – me dijo mientras me arrancaba la falda.

Traté de patearlo pero tenía la fuerza de un bruto. Desde el principio supe que no podría hacer nada. Era como estar en el centro de un tornado que levantaba una casa de raíz para luego hacerla pedazos.

– Yo te voy a decir por qué no gritás… – dijo, besándome la nuca -. No gritás porque esto es lo que te gusta. Esto es lo que buscabas, ¿verdad? Desde el principio lo buscabas…

Un dolor súbito me penetró como un hierro caliente. Sentí las piedras que se me clavaban en las rodillas y en las palmas de las manos. Sentí su gemido estertóreo y tuve miedo. Pensé que quería matarme y en ese momento la muerte me pareció algo lógico. Sus embestidas fueron cada vez más violentas y en algún momento no resistí su peso. Caí de bruces y él cayó sobre mí como una piedra. Me partí el labio contra una piedra y sentí el sabor de la sangre mezclado con el polvo y las lágrimas del sendero.

No recuerdo cuánto duró todo eso. Cuando terminó empezó a buscar algo alrededor. Luego me di cuenta que era el paquete de cigarrillos que se le había caído. Se fue fumando por donde había venido. Por mucho rato me quedé ahí. Con miedo de moverme, con miedo de que volviera. Horas más tarde, mientras armaba mis maletas, todavía no podía parar de llorar.

Esa fue la última vez que visité la estancia.

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