20. Carta de Emiliana
Me encontré con padre Pécora en un mesón de libros usados.
Parecía otro sin la camisa negra… con un sweater gris y una campera de cuero como salidas de una película en blanco y negro. Casi no lo reconozco con ese aire de conspirador de la segunda guerra. Estaba revolviendo unas ediciones de Horacio Quiroga cuando levantó la vista y me saludó como si fuera lo más natural del mundo.
– ¿Cómo ha estado? ¿Busca algo en particular?
– Solo estoy mirando…
– Buscar es una forma de terapia – dijo él -. Yo siempre tengo la sensación de que en alguna parte hay un libro indispensable que necesito leer. Algo que explicará preguntas desafortunadas y resolverá esos inevitables malentendidos que todavía tengo con el Altísimo.
– Mi tía acaba de morir – dije lentamente.
– Lo siento – dijo el cura simplemente -. Si hay algo que yo pueda hacer, no dude en consultarme.
– Mi tía no era muy religiosa. Tuvimos una ceremonia sencilla…
– Entiendo.
– Sin embargo tal vez usted pueda ayudarme. La última vez que hablé con usted me ayudó bastante. Si tiene tiempo, claro. A lo mejor tiene planes. Debe ser su día libre, ¿no? Como lo veo sin la sotana… se lo ve distinto. No me haga caso.
– Hay un café aquí a la vuelta – dijo el padre Pécora -. Tienen unas masas espectaculares, importadas de Siria o de Tegucigalpa, no estoy seguro. Son rellenas con dulce de leche. Grandes como cojines. El café no es nada del otro mundo, pero las masitas son extraordinarias. Si no le parece mal.
Fuimos a un café de la calle San Juan.
Hablamos de muchas cosas. Hablamos de mi tía y de la iglesia. De la muerte y el más allá. Me contó de su infancia y de cómo se hizo sacerdote. Le conté de tus cartas. De cómo la distancia se achicaba y empezaba a hacerme daño.
Era muy fácil hablar con él. Fue una confesión que yo había retrasado por años. Solo que al final yo no habrían penitencias porque él no tenía su sotana. O por lo menos eso fue lo que pensé.
El padre Pécora se llamaba Ernesto. Tenía una sonrisa jovial y unos ojos profundos. Sus manos eran suaves y me imaginé que tenían experiencia haciendo caricias. Más tarde supe que tenía razón.
Cuando salimos del café ya estaba oscureciendo y yo empezaba a sentir algo muy parecido al deseo. Me sentí como una jovencita… mirándolo de reojo, tratando de ocultar lo que sentía y a la vez convencida de que él podía leer mis pensamientos.
¿Por qué hacemos las cosas que hacemos? Me imagino que yo también quería borrar tu recuerdo un poco. Ernesto probablemente trataba de zanjar uno de sus inevitables malentendidos con el Altísimo, aunque nunca entró en detalles.
En algún momento me tomó del brazo. Cruzábamos la calle y un colectivo se nos venía encima. Yo estaba distraída y me dejé llevar. Era una tarde otoñal, llena de reflejos dorados que nos abandonaban de a poco. Había un árbol amarillo que se empeñaba en hacer poesía contra el sol atardecido.
Fue una tarde que resultaría difícil olvidar.
Deja una respuesta